Teníamos que reencontrarnos detrás de la zapatería, en la bocacalle que daba al solar donde se hacían aquellos conciertos de los que hablaba mi padre cada fin de año. Me imaginé allí a todos sus amigos, los de verdad y los de mentira, peinados y vestidos como a principios de los años 80, con sus barbas cerradas y sus poses vacilonas, apoyados siempre en algún muro, columna o colega, moviendo el hielo en el vaso de tubo con más lascivia que ritmo. Con sus pelos lacados ellas, las pestañas de rastrillo, las caras redondas propias de la década y las blusas holgadas enhebradas por legiones de pelusas. Mentira, no pensé en nada de eso. Quizá lo hicera más tarde, cuando tuve tiempo de centrarme en todo lo que había ocurrido. En ese instante no me duraba un segundo un pensamiento. Solo me miraba el contorno de las manos. El sudor canalizado por las grietas en mis palmas. El exterior de mis bolsillos, frotados de arriba a abajo. Mis palmas de nuevo. Pensé en Gran Canaria, en un racimo de plátanos y en una guagua de color verde. Levanté la mirada y regresé al mundo, a los sonidos, a los minutos.
Nunca he sabido qué pose adquirir para esperar. La mayoría de las veces adelanto un pie y lo muevo como en misión de reconocimiento. Pequeños círculos, barridos, puntadas, y que el tiempo pase. Hay mil maneras de esperar, supongo. Creo que lo que más aguardamos en la vida es que llegue el momento de comer. La única certeza que he tenido y tendré al respecto es que lo último en venir son los postres. Para eso siempre hay que esperar. La cronología en el comer se equivoca pocas veces.
Habíamos salido los dos casi a la misma vez del centro comercial, solo que por puertas opuestas. No supe en qué momento llegó a convencerme para que lo hiciera. Me seguía pareciendo irreal. Nunca me había atrevido a coger una servilleta de un bar en el que no me estuviese sentado y mira ahora. Resoplé con el propósito de vaciarme por dentro. No conseguí más que imaginarme a mis padres en la puerta de la comisaría hurgándome con la mirada y descolgando sus apellidos de mi DNI.
Una luz de faro me destelló por completo. No lo vi venir. Parecía que me habían echado una sábana por la cabeza. Cuando pude ver algo, la moto estaba aparcada a mi lado. Atisbé dos cascos de moto. «Hostia, los Daft Punk». No, no hablaban en francés.
– ¿Y María?
Mi respuesta fue sacar el móvil.
– No ha llegado todavía. ¿Tú eres Rafa?
– ¿Y por qué no está aquí ya?
– No sé, la estoy llamando y no me lo coge
– ¿Tienes eso?
– ¿Eh?
– ¿Este tío es tonto o qué? – dijo mi interlocutor a su acompañante
Saqué de mi bandolera la tablet y la levanté como una copa de vino.
– Es la Samsung, ¿no?
– Sí. La S Lite
– A ve. Trae que la vea
Contemplé mis manos vacías. Sentí crecer el pánico.
– Eran 250 pavos, ¿no? – dije sobreponiéndome
Me sentí ridículo diciendo “pavos”. De haber tenido tiempo para pensar, hubiera dicho «ñapos» o «calas», vocablos aún más lamentables. Total, había perdido el control de la situación y solo buscaba que la voz no me temblara.
– Si hubieses traído los dos, sí
– ¿Cómo?
– Dile a María que ya le daré el dinero
– Eh, eh, espera
Intenté arrebatarle la caja acercándome al manillar con la mano extendida. Soltó el brazo con tanta fuerza sobre mi pecho que sonó como una tapa de alcantarilla desplomándose en el suelo.
– Enga, vamos – dijo una voz femenina algo familiar
– Illo, ¿qué coño haces? – dije mientras me levantaba
La moto aceleró y yo aceleré con ella gritando «hijo de puta», «cabrón» y algún insulto más que no había usado desde prescolar. La moto se detuvo y el nota se bajó. Se quitó el casco y se lo dio a la chavala.
– ¿Qué haces? ¿Quieres dejarlo ya? Vámonos
– Espérate un segundo
Di un paso hacia atrás y me puse en guardia.
– ¡Venga, ven pa acá! – grité lo más bajito que pude
Introdujo su mano derecha en el bolsillo. Algo brillante hizo clic. En otro momento le hubiera preguntado por el truco, pero tenía pinta de navaja y soy muy sensible a sus impactos.
– ¿Dónde vas con eso? Pelea como los hombres – dije haciendo un precioso moonwalk
– Enga. Dime lo que me has dicho antes
– “250 pavos”. Lo reitero
Me tiró un pinchazo que logré esquivar con facilidad. Básicamente porque estaba a tres metros y el brazo no le medía más de cincuenta centímetros. Decidí dar un recital de patadas al aire intentando no perder el equilibrio. Con esta manera de contraatacar, la victoria solo podía ser mía.
– Yo sí que me cagó en tus muertos, maricona. Espera que te coja
Mientras daba pasos torpes hacia atrás, empezó a vibrarme el móvil. Pude sacarlo sin tirarlo al suelo. Era María. Mi espalda chocó contra la valla que anunciaba el descampao.
– Illo, illo, para, que es María
Esta frase le desconcertó por completo. Venía a matarme y le cambiaba de tema. Muchas horas viendo Al Rojo Vivo salvaron mi pellejo.
– Cógelo, subnormal
Levanté un dedo y me dispuse a decir algo ingenioso, pero se me olvidó al fijarme en la punta de la navaja.
– Illa, ¿dónde estabas, cojones? Te he estado llamando todo el rato
– Bufff, luego te cuento, Álvaro. ¿Estás dónde dijimos?
– Claro, dónde voy a estar. Por cierto, no veas tu colega
Mirada fulminante. Pitidos de la moto.
– ¿Vienes o qué?
– Sí, estoy llegando. Tardo un minuto
– Venga, date prisa. Que los chavales se tienen que ir
No impregné de suficiente carga negativa eso de “los chavales”.
– Que ya viene, está aquí en un minuto
Guardó la navaja y se acercó a mí.
– Me he quedao con tu cara, hijo de puta. Que lo sepas
Pensé en afeitarme al día siguiente. No iba ponérselo fácil.
– Oye, tu amiga la de la moto, ¿cómo se llama?
– ¿Y a ti qué te importa?
– Es que me suena su voz. Creo que ha estado conmigo en el instituto
Mi interlocutor se aburrió de mí y dio media vuelta. Empecé a seguirle a una distancia prudencial silbando “Fly me to the moon”. Qué ganas me entraron de estar en un karaoke. Después de la correspondiente bronca a María, tendríamos plan asegurado.
La motorista quitó la llave de la moto y se apeó. Le entregó el casco y se quitó el suyo. Hostia, de qué me sonaba esa cara. Me acerqué un poco más y le pregunté:
– Oye, ¿tú y yo nos conocemos?
Me miró sonriendo y se apartó el pelo de la cara.
– ¿Qué pasa? ¿Ya no te acuerdas de mí?
– ¿Mercedes?
– No – dijo riendo
Por lo que sea, no funcionó decir el nombre de mi madre.
– ¿Y yo cómo me llamo, eh?
– ¡Álvaro! – gritó María desde la esquina
– Ehhh, esto no vale. Vaya pista que acaban de darte
María se acercó andando a paso ligero. Qué guapa y descordinada estaba acuciada por la prisa.
– Illo, Rafa, lo siento. He tenido un percance viniendo
– El que casi lo tiene es tu amiguito
– ¿Y eso? ¿Qué ha pasao?
– ¿Qué qué ha pasao? Ufffff – dijo girando el cuello inquietamente – A ver, dime, ¿traes eso o no?
– Sí, aquí lo tengo
María sacó del bolso una caja y se la entregó.
– María, ¿a ti te suena la chavala esta?
– Ahhh, ¿qué pasa, Sara? Que con la luz esta casi ni te había reconocido
– Hostiaaaaa. Sara García Herrera
– ¿También te sabes el DNI, payaso?
– Illo, ¿a ti qué te pasa? ¿Te ha castigao tu madre sin la paga o qué?
Tremenda hostia me soltó en toda la cara. No me caí de nuevo de puro milagro.
– ¿Qué coño haces, subnormal? – gritó María mientras me cogía del brazo
– Me tiene ya hasta la polla. ¿De verdad estás saliendo con el pardo este?
– María, apártate
Cogí carrerilla y me tiré en plancha sobre Rafa. Le di un cabezazo en toda la barbilla y nos caímos los dos al suelo. Me levanté rápidamente y me puse a bailar a dos metros de él, con los puños apretados.
– Enga, cabrón, sácame la navaja ahora
No sentí que fuera una de mis mejores frases y fui a cobijarme detrás de María.
– ¡Queréis parar ya! – gritó Sara. – Dales el dinero y vámonos
– ¿Qué les dé el dinero? Lo que lo voy es a matar
– Illo, hazle caso a la Sara, que era la más empollona de la clase
En ese momento asomó un coche de policía por la calle a poca velocidad. Las luces intermitentes consiguieron nuestro silencio pleno. El vehículo se detuvo casi en la esquina.
– Hostia, la poli. Vámonos por el descampao, Álvaro
– Espera un segundo
– ¿Qué haces? ¿Adónde vas?
Me dirigí hacia el coche corriendo. Se abrió la puerta del copiloto primero.
– Es usted policía, ¿no? – solté a modo de presentación – Hay un chaval ahí que nos está robando a mí y a mi novia. Haga algo, por favor
El policía me miró de arriba abajo.
– ¿Quién es?
– El del casco – dije señalándole
Vi cómo María se hacía a un lado. Los otros dos se montaron en la moto. Rafa giró la llave y los faros volvieron a brillar, cegando al policía.
– Al chivato de tu novio lo mato – le gritó mientras arrancaba la moto
– ¡Estamos de rollo! – le contestó María
Y así fue como limpié de bandidos la ciudad.